lunes, 23 de marzo de 2020

La Cueva del Alux



LA CUEVA DEL ALUX

Me encantaba recorrer el camino bajo árboles de chico zapote hacia el fondo del patio, sobre todo las mañanas frescas como la de ese día que me aseguraba que sería un día esplendoroso.

Me dirigí hacia el fondo del patio como todas las mañanas. Adoraba sentir la humedad arrancada de las hojas a mi paso. No era época de lluvia, pero siempre el sereno de la noche provocaba el mágico rocío depositado en las hojas de la hierba todas las mañanas.

Lamentaba que conforme la primavera transcurría eran menos las frutas color marrón que encontraba a mi paso al pie de los frondosos árboles de chico zapote. ¡Cuánto me recordaba a papá ese camino! Recorrer esos senderos cuando esos gigantes que dejaban caer sus pequeños frutos aparentaban tocar el cielo era como un sueño. Papá era un sabio. A simple vista, sabía qué chico zapote en el suelo era el correcto con ese dulce néctar y cremosa consistencia que me fascinaba.

Con el suave y firme caminar sobre las hojas del sendero cual metrónomo, esa mañana iba recordando la conversación del día de ayer con José. Él hablaría con don Francisco para sondear la posibilidad que yo pudiera ser ayudante en la panadería aunque aún no cumplía 12 años. Nada me haría tan feliz que aportar dinero al gasto familiar. Ya me sentía un hombre. Y como tal debería asumir mis responsabilidades.

Recordé también que ni José ni mi maestro del colegio me creían que la cueva del patio de mi casa era habitada por un alux. Se mofaban con sorna tomando a la ligera mis múltiples evidencias que los aluxes sí existían y uno de ellos vivía en esa cueva.

Esa mañana a falta de chico zapotes, mi pasión por emociones me hizo desviar el camino de regreso del fondo del patio para acercarme a la entrada de la cueva.

Conforme aproximaba mi paso a la cueva, el golpe de humedad y olor a musgo me daba la bienvenida. El rocío ahí se acumulaba de cada noche. Los rayos de sol no llegaban con toda intensidad y el agua acumulada del sereno no lograba evaporarse. Por eso sin importar la hora del día o la época del año, de la entrada de la cueva siempre emanaba un halo de humedad que calaba hasta los huesos.

Me coloqué justo abajo de la boca de la cueva. Sin miedo escudriñaba su interior deseando ver al alux que ahí vivía. Soñaba con verlo. Un sin número de evidencias indirectas que probaban su existencia no eran suficientes para convencer a otros que sí existen los aluxes.

El alux no se hacía visible. Tampoco hacía ruido. El claro goteo de agua que se filtraba de la parte superior de la cueva y caía a su suelo formando pequeños charcos era lo único que me constataba que había vida en el interior de esta mágica residencia. Las paredes blanquecinas de piedra caliza brillosas de humedad perdían su claridad en los extremos donde el musgo ascendía buscando más espacio. Ese contraste de la claridad de la piedra y el verde profundo del musgo siempre me provocaban una sonrisa que me brotaba del alma. Me acerqué un poco más a su interior sin exceder el límite de una discreta prudencia. Me apoyé en la pared para reclinarme más al interior. Mis dedos se hundían en la acolchada alfombra de musgo en las paredes de la cueva. Qué hermosa sensación. Parecía que no importaba tener que ver al alux. Él ya me estaba dando la bienvenida mediante mis sentidos.

Permanecí 3 minutos intentando no perder la esperanza. Cerré los ojos. El aroma fue más profundo. Sonreí desde el alma. Caminé despacio hacia atrás. Y volví apresuradamente a casa donde los gritos de mi madre llamándome empezaban a cambiar de tono. Las chancletas de mamá empezaban a ser un tema de relevancia.


RMB / Azcapotzalco 21.03.2020