viernes, 3 de abril de 2020

cotopaxi


NO LLORES POR MÍ COTOPAXI

La brisa de la mañana permitía que el café tuviera un sabor más especial. Romelia habría deseado dormir más horas. El despertador estaba programado para despertarla a las 5 de la madrugada, pero quizás la ansiedad de un fin de semana de montañismo no le permitió dormir mas allá de las 4 am. Esta era la tercera vez que intentaría hacer cumbre del Cotopaxi. Dos veces anteriores habían sido fallidas. Una por falta de participantes en una excursión grupal y otra por mal tiempo.

No dejaba de admirar que en toda época del año, en Quito siempre amanece a las 6 am. Eso sucedería en 40 minutos. Así que podría seguir disfrutando su café mientras la aurora hacía su arribo en cualquier instante. Era un momento excelente para repasar el itinerario.

Interrumpió su lectura descriptiva del estratovolcán que la esperaba ese sábado para apagar la luz del balcón del hotel y disfrutar esa vista maravillosa del contorno del volcán Cayambe que cortaba la oscuridad de las montañas para dejar paso a esa fantástica zona rosada que disminuía su cromática apariencia para convertirse más arriba en la negra oscuridad de la noche que concluía. Que lindo estaba el gajo de luna que menguaba ya por 12 días y entraba en conjunción con Júpiter y Marte.

Conforme transcurrían los minutos, la franja rosa se extendía más y más aunque perdía su tonalidad rosada para volverse blanca azulada cuando vibró su celular. Debe ser Fidel que ya está en la recepción. – ¡Que comience la aventura! – Exclamó.

Con un movimiento de balance perfecto se colgó su mochila de 60 litros a la espalda, abandonó su habitación y descendió con prisa las escaleras de madera del hotel. Fidel ya esperaba.

Fidel era un experimentado guía de montañismo formado con los grandes. Su reputación aseguraba que todos los fines de semana llevaba a grupos a ascender las maravillosas cumbres del norte de los Andes. Ese fin de semana guiaría a Romelia a hacer la cumbre de casi 5 mil 900 metros sobre nivel del mar del Cotopaxi.

Romelia esperaba con gran ansia este ascenso. Después de haber hecho la cumbre a 5 mil 600 metros del Pico de Orizaba, deseaba con gran emoción pasar los 5 mil en Ecuador en preparación al gran sueño de subir los casi 6 mil 300 del Chimborazo el próximo año.

Durante el traslado a las faldas del Cotopaxi en direción al refugio José Rivas, poco conversaron Romelia y Fidel. Romelia iba absorta en sus pensamientos observando las montañas, y buscando con apetito voraz de aventura el Cotopaxi. Las nubes no dejaban ver al gran nevado volcánico.

Fidel comentó: - Señorita Romelia, después de esta curva habrá la oportunidad de tomar una linda foto al Cotopaxi si la neblina lo permite.

No había terminado de decir la frase volteando a la orilla del camino cuando Romelia gritó. Un auto viejo detenido en el camino obligó a Fidel a dar un volantazo sin lograr esquivarlo totalmente. Alcanzó a golpearlo en la esquina trasera izquierda, su auto giró en su eje y salió de la carretera en la zanja lateral. Tanto Fidel como Romelia se encontraban bien. Al menos eso creían.

Los dos bajaron del auto. Fidel se acerco a increpar al conductor del auto viejo y encontró vacío al destartalado vehículo causante del accidente. Molesto Fidel volvía a su auto y descuidó su paso, al dejar el pavimento y volver a la zanja pisó mal y sufrió algo que presagiaba ser una seria luxación.

Al desplomarse Fidel lanzando un amargo alarido Romelia supo que el Cotopaxi tendría que esperar de nuevo. Se acercó a auxiliar a Fidel y preguntarle a qué número telefónico podría llamar para solicitar ayuda.

Muy en su interior recordó a Tim Rice y modificando una palabra, musitó – Don’t cry for me Cotopaxi.

RMB 03.04.2020

lunes, 23 de marzo de 2020

La Cueva del Alux



LA CUEVA DEL ALUX

Me encantaba recorrer el camino bajo árboles de chico zapote hacia el fondo del patio, sobre todo las mañanas frescas como la de ese día que me aseguraba que sería un día esplendoroso.

Me dirigí hacia el fondo del patio como todas las mañanas. Adoraba sentir la humedad arrancada de las hojas a mi paso. No era época de lluvia, pero siempre el sereno de la noche provocaba el mágico rocío depositado en las hojas de la hierba todas las mañanas.

Lamentaba que conforme la primavera transcurría eran menos las frutas color marrón que encontraba a mi paso al pie de los frondosos árboles de chico zapote. ¡Cuánto me recordaba a papá ese camino! Recorrer esos senderos cuando esos gigantes que dejaban caer sus pequeños frutos aparentaban tocar el cielo era como un sueño. Papá era un sabio. A simple vista, sabía qué chico zapote en el suelo era el correcto con ese dulce néctar y cremosa consistencia que me fascinaba.

Con el suave y firme caminar sobre las hojas del sendero cual metrónomo, esa mañana iba recordando la conversación del día de ayer con José. Él hablaría con don Francisco para sondear la posibilidad que yo pudiera ser ayudante en la panadería aunque aún no cumplía 12 años. Nada me haría tan feliz que aportar dinero al gasto familiar. Ya me sentía un hombre. Y como tal debería asumir mis responsabilidades.

Recordé también que ni José ni mi maestro del colegio me creían que la cueva del patio de mi casa era habitada por un alux. Se mofaban con sorna tomando a la ligera mis múltiples evidencias que los aluxes sí existían y uno de ellos vivía en esa cueva.

Esa mañana a falta de chico zapotes, mi pasión por emociones me hizo desviar el camino de regreso del fondo del patio para acercarme a la entrada de la cueva.

Conforme aproximaba mi paso a la cueva, el golpe de humedad y olor a musgo me daba la bienvenida. El rocío ahí se acumulaba de cada noche. Los rayos de sol no llegaban con toda intensidad y el agua acumulada del sereno no lograba evaporarse. Por eso sin importar la hora del día o la época del año, de la entrada de la cueva siempre emanaba un halo de humedad que calaba hasta los huesos.

Me coloqué justo abajo de la boca de la cueva. Sin miedo escudriñaba su interior deseando ver al alux que ahí vivía. Soñaba con verlo. Un sin número de evidencias indirectas que probaban su existencia no eran suficientes para convencer a otros que sí existen los aluxes.

El alux no se hacía visible. Tampoco hacía ruido. El claro goteo de agua que se filtraba de la parte superior de la cueva y caía a su suelo formando pequeños charcos era lo único que me constataba que había vida en el interior de esta mágica residencia. Las paredes blanquecinas de piedra caliza brillosas de humedad perdían su claridad en los extremos donde el musgo ascendía buscando más espacio. Ese contraste de la claridad de la piedra y el verde profundo del musgo siempre me provocaban una sonrisa que me brotaba del alma. Me acerqué un poco más a su interior sin exceder el límite de una discreta prudencia. Me apoyé en la pared para reclinarme más al interior. Mis dedos se hundían en la acolchada alfombra de musgo en las paredes de la cueva. Qué hermosa sensación. Parecía que no importaba tener que ver al alux. Él ya me estaba dando la bienvenida mediante mis sentidos.

Permanecí 3 minutos intentando no perder la esperanza. Cerré los ojos. El aroma fue más profundo. Sonreí desde el alma. Caminé despacio hacia atrás. Y volví apresuradamente a casa donde los gritos de mi madre llamándome empezaban a cambiar de tono. Las chancletas de mamá empezaban a ser un tema de relevancia.


RMB / Azcapotzalco 21.03.2020